Es poco probable que Pedro Castillo
termine su mandato presidencial de cinco años en el Perú. La oposición en el
Congreso ha planteado un pedido de vacancia por permanente incapacidad moral
que, si no triunfa en las próximas semanas, volverá insistentemente a
perseguirlo ante los nuevos escándalos. En apenas cuatro meses, Castillo ha
dilapidado, a golpe de malas decisiones, el corto capital político que tenía al
empezar su gobierno.
Ante cada problema que el Gobierno
ocasiona, su propia reacción es lenta e insuficiente cuando no está siendo
forzada por medidas de los operadores de justicia. Tras la última denuncia de
un continuo ocultamiento de información sobre reuniones fuera del Palacio de
Gobierno, Castillo se victimizó acusando a la oposición y a los principales
grupos económicos de no aceptar que un campesino haya ganado las elecciones.
Recién dos días después, la primera ministra, Mirtha Vásquez, anunció que se
hará público el registro de estos encuentros.
La gestión de Castillo es caótica y
opaca. Pese a eso, vacarlo es una pésima idea que solo enrumbará al país en un
camino de enfrentamientos más profundos. La fuerza que se imponga en los
próximos meses gobernará sobre las cenizas del enfrentamiento.
En el debate público se ha instaurado
la política del ojo por ojo, pues se señala que la izquierda, que en el 2018
apoyó el segundo intento de vacancia al presidente derechista Pedro Pablo
Kuczynski, no tiene autoridad moral para oponerse ahora a una medida similar
contra Castillo. Más allá de las culpas que la izquierda deba pagar
electoralmente, los hechos nos obligan a ver los conflictos vividos desde entonces
—cierre del Congreso, cambios continuos de presidentes, interrupción de
reformas y debilitamiento de las identidades políticas— como una lección antes
que como una venganza.
Los promotores de la vacancia tienen
una mirada cortoplacista: Pretenden arrancar de raíz a un pésimo presidente
creyendo que cualquier situación futura será mejor que lo que se vive ahora.
Pero nada garantiza que la salida de Castillo derivará inmediatamente en una
mejor situación para el país. Para empezar, no queda claro si intentarán
redefinir el poder derrocando también a su sucesora, la vicepresidenta Dina
Boluarte, investigada por un caso de lavado de activos —aunque en un papel
secundario— y ungirán como presidenta interina a la cabeza del Congreso
—controlado por la oposición— la que tendría que convocar a nuevas elecciones
inmediatamente.
Por supuesto que en la derecha hay un
sector que quiere vacar a Castillo desde el primer día de su gobierno por
diferencias ideológicas. Por ello, el presidente y la coalición de izquierda que
lo acompaña —y lo apaña— tenían el deber de hacer reformas ordenadas, que le
quiten piso a esos discursos y generen aceptación popular. Pero no lo hicieron,
y hoy las discusiones no son sobre sus reformas, sino sobre el prontuario de
los funcionarios que Castillo designa.
Si Boluarte permanece como
presidenta, su gobernabilidad dependerá de la ratificación continua que
demuestre ante la opinión pública, en tanto ella no recibió el voto popular en
las elecciones. Esto ya sucedió durante el gobierno de Martín Vizcarra, quien
era vicepresidente de Kuczynski, y tomó medidas populistas, como el cierre del
Congreso. En lugar de tener incentivos para hacer un gobierno moderado de ancha
base, la precariedad del poder que le herede Castillo, sumado a la inestabilidad
que generen las fuerzas de derecha ante un gobierno débil, la podrían llevar a
la confrontación continua con el Parlamento.
La coalición opositora de derecha (un
tercio del pleno) podría intentar vacarla bajo los mismos términos que a
Castillo, y ganar capital político por ello. Pero no será fácil que encuentren
eco en las fuerzas de centro, pues estas tendrían que cargar el peso de sacar a
una persona más moderada que el actual presidente y que aún no ha generado
mayores problemas. En cambio, la oposición más recalcitrante podría coincidir
en su objetivo con el partido de gobierno, el izquierdista Perú Libre, liderado
por Vladimir Cerrón, con quien Boluarte ha marcado distancias. Ellos podrían
evaluar que les conviene que se realice un nuevo proceso electoral para
intentar retomar el poder que perdieron tras el distanciamiento entre Castillo
y Cerrón. Para Boluarte será difícil gobernar dando batalla en dos flancos.
Pero si la vicepresidenta se alía con
la oposición, o si el Congreso la vaca y la presidenta del Congreso asume como
jefa de Estado interina, la izquierda y los sectores que se sientan marginados
por la vacancia de Castillo tendrán incentivos para hacer un antagonismo férreo
por sentirse víctimas de un golpe de Estado. Allí colisionarán con los grupos
de choque de derecha radicalizados y golpistas.
Algunos sectores de la oposición
plantean que Castillo renuncie por decisión propia para evitar el choque de
poderes. Esto podría significar un hecho menos traumático entre las élites
políticas, pero no a nivel social.
Hay un factor de fondo que no se contempla
en este debate: por qué ganó Castillo, y por qué ganó con tan baja votación.
Esto último ha sido usado para cuestionar la legitimidad del presidente, pero
en realidad cuestiona la representatividad de todos los líderes políticos que
fueron derrotados.
Como lo reflejan las encuestas, el
motivo principal del voto por Castillo fue la necesidad de un cambio. La
pregunta que continúa abierta es cuál es el cambio por el que votaron. Uno de
ellos podría ser la inclusión política de los más excluidos en el debate
nacional. La vacancia no soluciona este problema de fondo.
En el nuevo proceso electoral, la
oposición no tiene el éxito que busca asegurado, en tanto hoy sus líderes no
sobresalen. Entraremos nuevamente a la ruleta rusa de candidatos pitufos, con resultados
fragmentados y la confianza erosionada.
La prudencia debería aconsejar a que
Castillo sea consciente de su debilidad, rinda cuentas de sus actos y genere
consensos con las fuerzas opositoras antes que la conflictividad escale más.
Pero nada nos sugiere que su gobierno brindará ese clima de paz de forma
duradera, ni si quiera que tendrá una lectura acertada de los deseos populares
para sintonizar mejor con la población y ganar respaldo.
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Si la oposición logra los votos en el
Congreso para admitir a debate la iniciativa de vacancia, Castillo tendrá que
comparecer para responder por las acusaciones que se le hacen. Aunque se
cuestione que legalmente el proceso de vacancia no es similar a una
interpelación que se le hace a un ministro, políticamente es el único camino
abierto para que Castillo dé cuenta de los errores de su gestión.
Pero para vacarlo necesitan un número
de votos más alto. Aunque en particular creo que las razones esgrimidas para
hacerlo son insuficientes y cualquiera de las acusaciones que se le han hecho
hasta ahora deben ser procesadas al final de su mandato, este debate queda de
lado, pues en la práctica lo que se impone es la fuerza de los votos. Y nada
hace pensar que la oposición no alcanzará los votos necesarios más temprano que
tarde. Disculpen el pesimismo.
Por Jonathan Castro Cajahuanca
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