El libre comercio no solo es una quimera
que justifica el desarrollo de unos países y el subdesarrollo de otros, como lo
hizo notar el economista de Cambridge Ha-Joon Chang hace ya varios años. El
sistema internacional de intercambio se vuelve perverso cuando, en tiempos de
crisis sanitaria global, solo un puñado de empresas y gobiernos pueden ofertar
y adquirir insumos médicos fundamentales.
Como las palabras “industrialización”,
“planeamiento estratégico”, “protección del mercado interno” han sido
proscritas por décadas, esta crisis encuentra a muchos gobiernos, especialmente
del Sur Global, sin capacidad de respuesta. Salud pública precarizada,
universidades públicas sin laboratorios, agricultores empobrecidos,
investigación desfinanciada. Nuestro marco legal y constitucional pro-mercado
solo permite al Estado suplicar a las grandes empresas para que no cobren
peajes, servicios básicos o intereses moratorios. Propuestas iniciales de
subsidiar a las micro y pequeñas empresas terminan redirigiéndose a favor de
los actores más fuertes del mercado, como las entidades del sistema financiero.
Muchas decisiones están condicionadas más a la voluntad de directorios de
accionistas que a funcionarios que respondan a las necesidades públicas.
Los países que están enfrentando con más
éxito la pandemia tienen dos rasgos de la nueva soberanía: dominio biopolítico
sobre cada individuo y dominio del conocimiento y la información pública y
privada. El peligro de autoritarismo es muy grande en los lugares donde se
ejerce esta soberanía, sobre todo en estados de excepción. De hecho, desde Carl
Schmitt, se concibe al soberano como aquel que tiene verdadero poder de
decisión en los estados de excepción. En el Perú y en muchos países del Sur
global el Estado no puede tomar decisiones autónomas. No cuenta con poder de
hacer cumplir la ley sobre todo su territorio y no cuenta con tecnologías de
información capaces de administrar la sociedad. Para enfrentar la crisis
sanitaria depende más de la ayuda internacional y de grupos de interés locales.
De allí que el sector minero, uno de los más influyentes, no sufra las mismas
restricciones que los otros sectores, a pesar de que ya cuenta con trabajadores
infectados.
En este contexto, hay una tendencia
perversa de poner en los hombros de la ciudadanía todo el éxito o fracaso de
las medidas. No importa la clase social, grupo étnico o género. Pero la crisis
tiene impactos diferenciados y, de hecho, muchos ya vivían en crisis constante.
En un “estado de excepción” permanente, no solo de manera metafórica (pues es
una emergencia constante carecer de agua, salud o empleo), sino también real,
como los distritos asentados cerca de grandes proyectos mineros donde se
decreta constantemente “estados de excepción”. El estado policial es efectivo
para reprimirlos si protestan, no para proteger su integridad. El Estado ejerce
sobre ellos la vieja soberanía preocupada más por la disciplina que por
administrar la información y potenciar el conocimiento. No tiene capacidad de
sistematizar rápidamente el mar de datos que existe hoy para tomar decisiones
públicas acertadas.
El mercado internacional y la
cooperación interesada de China u otros, eventualmente nos podrá ayudar a
aliviar la crisis. Pero no nos va a sacar de nuestra posición subalterna
global. Más bien, con las mismas quimeras, aunque con diferentes actores
globales, el interés es mantener las relaciones de hegemonía. La única forma de
tener un futuro distinto es potenciar nuestra capacidad de crear conocimiento y
bienestar con servicios de salud y educación pública, así como con políticas de
desarrollo local que busquen remover las profundas desigualdades. Debemos
empezar ahora. Las decisiones de política en estos tiempos de emergencia
sanitaria deben considerar a los perdedores habituales de los procesos
sociales. Agricultores, pequeños comerciantes, pueblos indígenas, requieren
políticas diferenciadas, requieren ser priorizados. Medidas de “reactivación”
en general con subsidios que no llegan a todos van a aumentar las brechas
sociales. En algunos casos, como el de los pueblos indígenas, está en juego
incluso su sobrevivencia física y cultural. Si el estado aplica la política
“too big to fail” para los de arriba y “sálvese quien pueda” para los de abajo,
será cómplice de lo que puede ser la peor tragedia humanitaria en la historia
reciente.
POR ROGER MERINO DOCENTE E INVESTIGADOR DE LA ESCUELA DE POSGRADO DE LA UNIVERSIDAD DEL PACÍFICO
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