Una bandera del Perú con los rostros de
distintos políticos o funcionarios que han sido investigados por
corrupciónCredit...Martín Mejía/Associated Press
Los peruanos vivimos atrapados en una de
esas series de televisión de jueces y abogados que no se acaban nunca. Desde
que comenzaran en el Perú los juicios de Odebrecht —el caso de corrupción más
grande de América Latina—, la opinión pública se organiza alrededor de las
nuevas noticias sobre los flamantes imputados, las sentencias y los pedidos de
extradición. Todos los presidentes que gobernaron mi país desde 1990 hasta 2018
están en la cárcel (Alberto Fujimori), en arresto domiciliario (Pedro Pablo
Kuczynski), a punto de ser detenidos (Ollanta Humala) o ya detenidos, como
Alejandro Toledo hace unos días en Estados Unidos.
Nunca una cuenta de Twitter tan aburrida
como la del Poder Judicial fue tan seguida y retuiteada como hoy. Los programas
de televisión a veces se parecen más a una clase de derecho constitucional y
penal. Quienes hablan de la judicialización de la política peruana no mienten,
el problema es que se trata de una frase que suele estar en boca de los propios
investigados, lo que podría considerarse un intento de obstrucción de la
justicia. Para complicarlo aún más, quienes deberían dirimir sobre esto, es
decir, algunos jueces y fiscales, también están entre los sospechosos. Tampoco
nos libramos del absurdo diario de encontrar una comisión parlamentaria
anticorrupción presidida por un presunto corrupto.
“¡Hasta dónde vamos a llegar con esto de
la justicia!”, veo a menudo en las redes sociales repletas de bots de cada
bando, una frase que se parece mucho a aquella de los homófobos: “¡Hasta dónde
vamos a llegar con tanta igualdad!”. Los que trabajan con las fake news son
capaces de convertir la sola idea de justicia en un valor negativo cuando les
conviene.
En este contexto, la ilusión de pasar
página parece lejana en el Perú y pocos se atreven a imaginar cuál será el
nuevo horizonte tras la lucha anticorrupción, esa especie de periodo franco del
que algún día deberíamos salir. Pero ¿realmente se sale? Que la empresa
Odebrecht admitiera haber pagado 800 millones de dólares en sobornos a
gobiernos de distintos países deja un escenario moralmente devastador para el
Perú y para todo el continente. ¿Qué viene después de la corrupción?
En una reflexión seria sobre un ideal
estado de poscorrupción, no podemos pasar por alto la responsabilidad de la
sociedad civil en estos ciclos de impunidad. Que un mismo político investigado
durante años por actos ilícitos sea reelegido una y otra vez significa que en
la base de la corrupción generalizada hay una idiosincrasia de la pasividad
social y la connivencia con el delito que no estamos haciendo lo suficiente por
erradicar.
Desde que la constructora brasileña
decidió dar los nombres de las autoridades que abrieron las puertas del dinero
público a sus inversiones a cambio de coimas, conceptos como “lavado de
activos”, “empresas off shore” o “pitufeos” son ya parte del habla coloquial de
los peruanos. Buena parte de los ciudadanos comunes, acostumbrados a una
justicia que les era tan ajena como la física cuántica, ahora saben muy bien la
diferencia entre una prisión preventiva y una suspendida. Saben que hay que
colocar la palabra “presunto” delante de casi todo. Hasta sobrevuela entre la
gente una especie de orgullo nacional por la célebre cacería de expresidentes
que trasciende nuestras fronteras.
Pero eso es solo una media verdad: el
sistema de justicia peruano es precario. No puede ser más simbólico que Pedro
Chávarry, vinculado con casos de corrupción y una organización criminal
conocida como los Cuellos Blancos del Puerto, sea nada menos que el actual
fiscal supremo del Ministerio Público. La justicia la imparten los injustos.
Un manifestante marcha contra la
corrupción en Lima en marzo de 2018Credit...ErnestoBenavides/Agence
France-Presse — Getty Images
Que otro expresidente, Alan García, se
suicidara al dispararse en la sien cuando iba a ser detenido por indicios de
colusión fue un desenlace inesperado para la última temporada de la saga Lava
Jato peruano. Algunos comentaron que podría causar un “efecto llamada”, como en
China, donde en los últimos años algunos dirigentes políticos se han suicidado
para evitar procesos de corrupción. Porque en los juicios de Odebrecht cabe de
todo, hasta paridad de género y todas las ideologías: entre rejas está una política
de izquierda —la exalcaldesa de Lima, Susana Villarán— y Keiko Fujimori, la
lideresa de la oposición fujimorista, a las que se les podrían sumar en
cualquier momento dos ex primeras damas, Nadine Heredia, esposa de Humala, y
Eliane Karp, esposa de Toledo.
En este sainete jurídico, un puñado de
fiscales porfiadamente perseguidores se han convertido para la ciudadanía en
adalides de la justicia. Su labor, con todas sus virtudes y defectos, es la
revancha soñada del pueblo contra los políticos indecentes. Pero también son el
blanco de furibundos ataques. La mafia se organiza y hace campañas para
conseguir que la gente piense que los malos son los fiscales que investigan. Y
a veces lo consiguen. El quiebre de la confianza es generalizado porque todos
se victimizan: ahora mismo en el Perú hay más “perseguidos políticos” que en
Caracas o Managua.
Los gobiernos dejaron hace tiempo de
representar a sus ciudadanos para buscar el beneficio personal. Pero parte de
las instituciones, partidos políticos y medios de comunicación próximos al
poder también han hecho lo posible por apañar y custodiar el modelo económico
de liberalismo a ultranza a toda costa, aunque quienes operaban desde lo
político en ese sistema ya estuvieran nadando desde hace tiempo en dinero
sucio.
En ese sentirnos defraudados debería
haber, sin embargo, espacio también para revisarnos, para preguntarnos por qué
la Corte Suprema ha ocupado el lugar protagónico que debería ocupar un gran
movimiento social, la calle, la protesta, la acción civil u otras alternativas
de cambio político. El proceso de regeneración que todos deseamos pasa
necesariamente por combatir el relato que defiende el statu quo: la corrupción
ha sido además de una forma consentida de poder político, la enfermedad crónica
de las jóvenes viejas democracias latinoamericanas, que a falta de cura solo
encuentran paliativos.
Por eso, quizá después de la lucha
anticorrupción solo haya más y más lucha contra la corrupción, pero también la
urgencia de enfrentarla de otras maneras, organizadamente y sin depender de las
tremendas cortes. Porque el otro lado de la corrupción siempre será la pérdida
de derechos sociales, la precarización y la miseria de los que menos tienen.
Las lecciones que dejan un presidente o dos o tres en la cárcel, deberían ser
el revulsivo que necesitamos para convertir nuestra rabia en acción.
Por Gabriela Wiener
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