martes, 20 de febrero de 2018

EE.UU USO COMO SIEMPRE UN PRETEXTO PARA INTERVENIR A UN PAÍS QUE NO SE SOMETE A SUS CAPRICHOS




A las 9:40 de la noche del martes 15 de febrero de 1898 una poderosa explosión destruyó al acorazado estadounidense Maine, fondeado en la bahía de La Habana. En el siniestro perecieron las tres cuartas partes de la tripulación.

El Maine había llegado a La Habana el 25 de enero, con la excusa de realizar una «visita amistosa», aunque para todos los conocedores de la tirantez en las relaciones entre España y Estados Unidos, su presencia no era sino una más en la cadena de presiones que el gobierno norteamericano venía ejerciendo sobre el español, en lo que constituía, claramente, la preparación para la intervención con propósitos expansionistas, en la guerra que los cubanos venían sosteniendo.

Era quizá el mayor buque de guerra que jamás hubiera entrado en la bahía habanera. Su aspecto, fondeado en el centro de la bahía, era imponente. La tripulación estaba compuesta por 26 oficiales y 328 alistados. El comandante del buque era el capitán de navío Charles D. Sigsbee.

Inmediatamente después de la catástrofe, la prensa sensacionalista norteamericana arreció su campaña antiespañola, responsabilizando a las autoridades de Madrid y La Habana, y los círculos políticos más agresivos intensificaron sus demandas y presiones sobre el  ejecutivo para que este se decidiera a intervenir en Cuba.

En términos generales, el desastre tenía dos posibles explicaciones: la destrucción del buque se había producido por accidente o por un acto premeditado. Si se trataba de un accidente, el prestigio del comandante, y por ende el de la armada norteamericana, quedaba en entredicho. Si fue un acto perpetrado por tripulantes, el capitán de navío Sigsbee continuaba siendo responsable. Pero si el acto había sido realizado por agentes del gobierno español, o por cubanos partidarios de la intervención, la culpa era de España, responsable de la seguridad del buque, que se encontraba legalmente en puerto.

Dos días después del hundimiento, las autoridades españolas crearon una comisión de investigación a la que no se dio acceso a los restos del buque siniestrado, teniendo que limitarse a explorar los alrededores. Esta comisión llegó a la conclusión de que la explosión había sido, con toda probabilidad, interna. Entre sus argumentos estaban el no haberse observado  una columna de agua en el momento de la deflagración, la ausencia de peces muertos en las aguas de la bahía y el que no se hubiera producido ningún oleaje.

Los norteamericanos, que  habían rechazado la proposición de crear una comisión mixta, formaron la suya, presidida por el capitán de navío William T. Sampson. El ambiente político que se había creado en Estados Unidos no era nada favorable a una investigación imparcial y objetiva. La prensa sensacionalista no cesaba de publicar artículos, declaraciones y testimonios que configuraban una atmósfera belicista.

La comisión presidida por Sampson se inclinó por explicar la destrucción del navío como resultado de dos explosiones: una pequeña, producida en el exterior, que había desencadenado una enorme, interna. El presidente McKinley, en el mensaje al Congreso que acompañaba a las conclusiones, señalaba que la verdadera cuestión era que España «ni siquiera podía garantizar la seguridad de un buque norteamericano que visitaba La Habana en misión de paz». Y pedía autoridad para terminar la guerra en Cuba, a la vez que solicitaba emplear, con esos fines, a las fuerzas militares y navales estadounidenses. El hundimiento del Maine había cumplido así una función: servir de pretexto a la intervención.

Pero las dudas sobre las causas de la destrucción del Maine  continuaron. Una propuesta de la delegación española a las negociaciones del Tratado de París, que dio fin a la guerra, de que se formara una comisión internacional para investigar las causas de la destrucción del acorazado fue rechazada por su contraparte estadounidense.

El ataque más serio a la teoría de la explosión exterior provino de las páginas del periódico profesional británico Engineering. En ellas John T. Bucknill, experto altamente calificado en minas y sus efectos, refutó las conclusiones de la comisión Sampson, las cuales calificó de  absurdas.
Bucknill consideró como la más probable causa original del desastre, la combustión espontánea de una de las carboneras del buque, hecho frecuente en las naves de la época.

Por otra parte, el contralmirante norteamericano George M. Melville, jefe de la Oficina de Maquinaria de Vapor, opinó que el Maine había sufrido un accidente. Junto a esta, proliferaron otras teorías.

A principios de septiembre de 1910 el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos comenzó los trabajos para remover los  despojos del Maine y hundirlos en alta mar. Estos trabajos duraron hasta marzo de 1912 y fueron aprovechados para recuperar los restos humanos que contenía el casco destruido, conducirlos a Estados Unidos y sepultarlos. Además, se formó una junta de investigaciones cuyas conclusiones, como era de esperarse, fueron muy similares a las de su predecesora.

Décadas después, en 1976, cuando las relaciones entre Estados Unidos y España eran completamente diferentes, el almirante estadounidense Hyman G. Rickover, quien era famoso por haber dirigido el proyecto de construcción del primer submarino nuclear norteamericano, formó un equipo de expertos que revisó críticamente la copiosa información obtenida en 1911 y llegó a la conclusión de que la explosión fue interna, planteando varias posibilidades de inicio: incendio en una carbonera, sabotaje, accidente con armas, bomba colocada por un visitante. De ellas consideraba como la más probable la primera, aunque no descartaba las otras. Estos resultados fueron plasmados en el libro Cómo fue destruido el acorazado Maine. Durante más de 20 años se consideró la explicación de Rickover como un reconocimiento oficial de que la causa de la explosión era interna y de que, por lo tanto, ni España ni mucho menos los cubanos habían tenido nada que ver con ella.

En 1998, con motivo del centenario de aquellos hechos, se publicaron, tanto en Estados Unidos como en España,  libros, artículos y documentales que los trataban. Ente ellos, tuvo mucha difusión el artículo de Thomas B. Allen  Remember the Maine? publicado en la revista norteamericana National Geographic Magazine, donde se exponen los resultados de un estudio realizado por una empresa dedicada al diseño de buques de guerra para la marina estadounidense. Utilizando modelos computarizados, los ingenieros de dicha empresa, partiendo de la información recopilada por la junta de 1911, –decía el artículo–, llegaron a la conclusión de que las averías detectadas en el buque pudieran haber sido causadas bien por una explosión interna, bien por una externa.

El autor del artículo tomó partido por la posibilidad de que la causa haya sido externa. Este proceder aleja la posibilidad de responsabilidad de los norteamericanos, colocándolos en el papel de víctimas y a partir de ello resucitó las viejas versiones que culpan a españoles fanáticamente antinorteamericanos o a cubanos partidarios de la intervención. Respecto a los primeros, los argumentos de Bucknill y de Melville primero y de Rickover después, los exoneran. Quedaban pues los cubanos como presuntos autores.

Un análisis histórico objetivo refuta completamente esta hipótesis. En primer lugar, el objetivo de la lucha de los cubanos era la independencia de España, no la intervención norteamericana, que en la práctica significaba un cambio de dueño. En segundo lugar, el terrorismo no era método de lucha de  los independentistas cubanos. Tercero, ¿resulta lógico minar un buque de guerra de un país presuntamente aliado?

Cuarto, en caso de que los cubanos hubieran intentado el hecho, estos tenían que haber vencido una gran cantidad de dificultades prácticas, que van desde el dominio de la técnica de construcción de minas y la de contar con medios de conducción adecuados o con nadadores o buzos muy bien entrenados, hasta la de mantener el más absoluto secreto y enmascaramiento para no ser detectados ni por las autoridades españolas ni por la vigilancia del propio buque.

Quinto, de haber sido cubanos los autores, conociendo el fraccionamiento político que tuvo la causa independentista después de la intervención, y teniendo en cuenta que un complot de tal naturaleza necesitaba de los esfuerzos coordinados de un grupo de personas, ¿es de esperar que ninguno de los comprometidos cometiera alguna indiscreción?

Razonando así, arribamos a la conclusión de que la hipótesis de la explosión externa, aunque posible en teoría, tenía pocas posibilidades de realización práctica. Queda pues, la posibilidad de la explosión interna, la cual pudo ser accidental o provocada. La primera variante fue estudiada exhaustivamente por el almirante Rickover. La segunda no puede descartarse, dado el interés que los círculos imperialistas más agresivos tenían en precipitar el país a la guerra.

FUENTE: Gustavo Placer Cervera



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