Joven Aché capturado. Marzo de 1972. Fotografía: Christine Münzel
En lugares remotos de la República
del Paraguay se recogen, cada vez con más frecuencia, pruebas que respaldan
exhaustivos estudios que dan cuenta de un perverso genocidio en uno de los 19
pueblos indígenas existentes al día de hoy y que históricamente han sido
marginados por el estado.
El presente material aborda algunos
de los traumáticos episodios que vivió la comunidad indígena Aché del Paraguay
como consecuencia de una política deliberada de genocidio aplicada por las
autoridades de este país acompañada de la indiferencia de la sociedad en
general. Pero antes de tratar la problemática es necesario conocer algunas
características propias de este grupo humano.
Los Aché, llamados también Guayakíes
(ratas de monte en idioma guaraní), son una comunidad aborigen de
cazadores-recolectores nómadas que residían en la región este de Paraguay desde
tiempos inmemoriales. El número de indígenas bordea las 1200 personas. La caza es
la principal actividad y es considerada como el vínculo que mantiene intacta la
conexión entre el bosque y los humanos. Los jefes tradicionales son la máxima
autoridad y representan el elemento más importante de cohesión en la sociedad.
Muchos apuntes de estudiosos de diversas nacionalidades que se desplazaron
hasta el Paraguay en los años 60, 70 y muy recientemente indican que un aspecto
cultural positivo de este grupo era el profundo respeto por las mujeres.
Todas estas creencias y costumbres
que constituyeron la base del funcionamiento del universo Aché fueron trastocadas y en muchos casos
destruidas por un proyecto estatal al cual en resumidas cuentas se le puede
atribuir el siguiente slogan: los paraguayos blancos tienen supremacía sobre
las demás etnias del país y cualquier obra que se realice deberá obedecer este
principio. No importa que ciertos pueblos indígenas vean mermados sus derechos
más elementales. Esta forma cruel de hacer política degradando a determinados
pueblos nativos fue implementada en Paraguay por las dictaduras militares, muy
en especial durante el régimen del General Alfredo Stroessner, y no puede dejar
de llamarse genocidio.
La práctica científica demuestra que
es sumamente difícil obtener información y relatos que hablen del sufrimiento
de los pueblos oriundos de la selva por múltiples razones. En el caso del
Paraguay, al ser un país no industrializado desprovisto de una red nacional de
comunicaciones que abarque rutas que conduzcan a zonas apartadas del país, es
fácil imaginar que comunidades como los Aché vivían y viven en un completo
aislamiento. A esto se añade que los lugares donde habitan los indígenas son de
difícil acceso para los investigadores. Lo agreste del territorio donde
están asentados, la falta de carreteras
y el peligro latente que significa adentrarse en la profundidad de la selva
hacen difícil el trabajo científico.
Pero sobre todo los antropólogos y
etnólogos interesados en el tema ven aún más complicada su labor ante el hecho
de que las víctimas de atropellos pocas veces cuentan a sus entrevistadores
todo lo ocurrido. Muchos de ellos todavía están impactados y sienten temor por
las represalias que puedan venir. De otro lado estas personas secuestradas,
violadas, torturadas o utilizadas como mercancía no dejan por escrito sus
trágicas historias limitándose únicamente a transmitir los hechos de manera
oral.
No obstante, existe un copioso
material sobre este tópico producto del trabajo minucioso y valiente de
investigadores que se desplazaron hasta los territorios donde habitaban los
Achés superando más de un escollo y asumiendo múltiples riesgos.
La descripción detallada que hizo el
etnólogo brasileño Baldus sobre las barbaridades cometidas contra los nativos
fue devastadora. El testimonio de Rosario Mora, una de las mujeres que integró
el comando responsable de una de las peores matanzas registradas en contra de
la comunidad Aché, revelan la naturaleza inhumana de quienes allá por el año
1907 ostentaban el poder en Paraguay:
“llegaron al campamento nativo, mataron
a golpes de machetes a siete mujeres y niños y cogieron a siete niños pequeños.
Los menores capturados lloraban y se lamentaban. Los cazadores de humanos se
sentían amenazados incluso después de haber destruido todos los arcos y flechas
que los achés habían dejado al momento de su fuga. Entonces el jefe policial
dio la orden de cortar las gargantas de los niños para evitar que sus lamentos
indicaran a los indios dónde estaban los paraguayos. Todos sus subordinados,
menos Rosario Mora, obedecieron”1.
Estas sangrientas acciones pasaron
inadvertidas puesto que ninguna organización pudo investigarlas por aquel
entonces.
Aché prisioneros enviados a la Colonia. Exposición fotográfica: "Agonía indígena Aché"
La comunidad internacional comenzó a
tener conocimiento de estos crímenes a raíz de las denuncias que hicieran el
antropólogo alemán Mark Munzel y su colega español Bartomeu Meliá al respecto
en los años 70. Las evidencias de atropellos y prácticas genocidas en perjuicio
de los pobladores Aché se han ido acumulando año tras año y sólo el trabajo
indesmayable de organizaciones internacionales y protestas de algunos estados
escandinavos como Dinamarca y Noruega ha llamado la atención sobre este tema.
De manera increíble ningún gobierno
de turno de Paraguay ha tomado cartas en el asunto y más bien se han dedicado a
relativizar la problemática sin asumir ninguna responsabilidad ni juzgar a los
implicados en este oprobio. El pasado y el presente de la comunidad Aché
configuran un cuadro por demás penoso y nos alertan de lo mucho que todavía se
tiene que hacer para intentar revertir semejante injusticia y rehabilitar a las
víctimas.
Los materiales disponibles alusivos
al martirio que vivieron los habitantes del monte -como se les conoce a las
zonas donde habitan los Achés- reflejan a todas luces una premeditada línea de
acción para aniquilar progresivamente a esta comunidad. Una práctica totalmente
reprobable fue el denominado sedentarismo forzado que consistía en expulsar a
los nativos de sus tierras para trasladarlos hasta la creada Colonia Nacional
Guayakí despojándoseles con ello grandes áreas de terreno y prohibiéndoseles
realizar una actividad crucial en la cultura de esta gente: la caza.
La vida en estas tierras de poco
valor agrícola transcurre de una manera completamente anormal por decir lo
menos. Los relatos y casos documentados en la Colonia muestran un plan
maquiavélico orientado a destruir la identidad cultural de los Achés. El
reconocido antropólogo paraguayo León Cadogan, los científicos argentinos
Vivante y Gancedo así como el padre Melía han hecho de conocimiento público
sobrecogedoras historias que avalan la tesis del sedentarismo forzado y el
trato inhumano de los indígenas Aché por parte de los representantes del estado
paraguayo en la zona. En esta reserva muchos nativos perdieron la vida a causa
de la retención adrede de alimentos y medicinas. Así mismo grupos de niños
fueron vendidos, regalados o esclavizados, contraviniendo el artículo 2 del
Convenio sobre Pueblos Indígenas núm. 169 de la Organización Internacional del
Trabajo (OIT) al cual Paraguay está adherido.
El escaso “progreso” de la Colonia
del cual dan cuenta los científicos mencionados es el ligado a un incipiente
conocimiento del idioma guaraní, la construcción de chozas de madera y
conocimiento de una agricultura primitiva. Pero incluso de este mínimo progreso
solo se benefician una minoría de la población Aché circunscrita a la reserva,
tratándose en esencia de nativos premiados por haber cazado a muchos de sus
compañeros que se negaban a ser sacados del monte. La irresponsabilidad y
desinterés de los supervisores del lugar son ampliamente conocidos. Para
ilustrar esta conducta solo diremos que los encargados de velar por la buena
marcha en este campo -que parece de concentración por el trato despiadado- no
cumplen con su función y más bien se ocupan de organizar cacerías para atrapar
más achés y llevárselos a la fuerza.
En tanto la Colonia Nacional Guayakí
es administrada por déspotas, los indígenas hacen maravillas para sobrevivir,
son mal alimentados, degradados sistemáticamente, castigados, ultrajados en sus
derechos más elementales. Aunque en los últimos años el trato ha dejado de ser
abiertamente cruel como lo fue en los años 60 y 70, aún persisten elementos
degradantes que rigen la vida en el refugio. Bien lo anotó el antropólogo
paraguayo Miguel Chase Sardi que dedicó tantos años de su vida al estudio de
este problema:
“Es cierto que ellos han vivido
durante siglos sin vestidos y casi sin casas, pero ahora, no viven en su
hábitat natural donde se movían más libremente, ya no se alimentan a base de
carne y miel y por la noche no pueden tener aquel sistema de fogatas que les
resguardaba del frío.”2
Los creyentes podrían concluir que el
estado paraguayo ha sacado a los Achés del paraíso en el que vivían para
llevarlos al infierno de una Colonia donde los encargados tienen carta libre
para proseguir matando con la complicidad del gobierno.
Tan deplorable situación resulta más
indignante cuando se constata que Paraguay votó a favor de la Declaración
Universal de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en
2007 e incorporó a su legislación interna el Convenio 169 de la OIT en el año
1993. Por ello es imperativo seguir presionando, y de ser necesario
denunciando, al gobierno paraguayo y a los organismos internacionales para que
atiendan esta problemática y cumplan sus compromisos.
La lucha debe continuar con la
esperanza de que se proceda al reconocimiento oficial de este genocidio y a la
reparación e indemnización de las víctimas y sus familias. En ese sentido, es
elogiable el esfuerzo que realizan en la actualidad especialistas y
organizaciones internacionales para llevar a cabo eventos y conferencias como
el organizado el 4 y 5 de julio del presente año en Madrid que versó sobre los
Aché de ayer y hoy.
Finalmente es oportuno resaltar que
las diversas manifestaciones de la cultura indígena no pueden ser reemplazadas
por lo que muy arrogantemente denominamos “civilización occidental”. Quienes
viven en contacto permanente con los bosques, los ríos, las quebradas y el rico
ecosistema característico de la selva tienen muchas cosas más que enseñarnos a
todos nosotros, los “civilizados”. Los nativos conocen las propiedades de cada
planta, valoran la renovación de la biodiversidad y la respetan.
Si alguno de quienes se jactan de
vivir acorde con los grandes avances tecnológicos, con la modernidad y en una
sociedad que solo persigue la acumulación de capital, se hallara de pronto
perdido en las profundidades de la selva comprobaríamos como todo su
conocimiento no le ayudaría a sobrevivir en tales condiciones.
Muchas veces los estados asumen que
para progresar es necesario llevar la modernidad a los rincones más alejados
del país. Pero este concepto no es válido, la producción a gran escala junto
con la explotación indiscriminada de los recursos naturales han precipitado la
destrucción de ecosistemas en todo el orbe. Si algo desean los nativos del
Paraguay, es que los dejen vivir libremente en armonía con la naturaleza. Y
este es el gran objetivo a conquistar si queremos que los fantasmas del genocidio y los enemigos de nuestro planeta
nunca más estén de vuelta.
Notas:
(1) Los Aché del Paraguay: Discusión
de un Genocidio. IWGIA. Copenhague 2008. P. 56. Acceder al libro en:
http://www.iwgia.org/iwgia_files_publications_files/0295_ache.pdf
(2) Chase Sardi, Miguel (1987). Las
políticas indigenistas en el Paraguay.
Por Óscar Guerrero Bojorquez es magíster en Periodismo y especialista en
Problemática Internacional.
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