El neoliberalismo nació como un
“proyecto de clase” (D. Harvey dixit). Un proyecto de clases altas que ante la
caída de los niveles de ganancia desde las décadas de los 60 y 70 querían
suprimir a los trabajadores y revertir esta tendencia desmantelando todo lo colectivo
y social organizado.
Desde sus inicios fue una “guerra de
clases desde arriba”. Para tapar su verdadera naturaleza se ideó toda una
campaña de simulaciones ideológicas. Los neoliberales, como los “nuevos
conquistadores del mercado” de los que escribía alguna vez J. Berger –que son
básicamente los mismos–, “invertían los signos y falseaban las direcciones para
confundir a la gente” (Hold everything dear, 2008, p. 122).
“Las divisiones de clases y su lucha
ya son cosas del pasado”, decían; “las únicas divisiones que importan ahora son
las ‘identitarias”. Así –secundados intelectualmente por algunos
post-marxistas– buscaban despolitizar lo público y dejar a los trabajadores
confundidos y aferrados a las únicas identidades “disponibles”: étnica, nacional
y religiosa.
Una cosa bastante astuta en medio de
una guerra de clases, ¿no?
En Francia, como en otros países, fue
una narrativa que abrazó no solo la derecha –y de la que en la misma medida que
de sus raíces protofascistas se nutre la xenofobia del Frente Nacional (FN)–,
sino también los “socialistas” (PS) e incluso la izquierda “radical” (PG).
Lo mismo pasó con el trabajo. “El
trabajo ya es cosa del pasado”, decían los neoliberales –secundados
intelectualmente por algunos post-marxistas– y “ya no importa tanto”, cuando en
realidad estaban obsesionados con él y con la idea de flexibilizar su “rígido
marco legislativo” (“factory legislation”, de la que hablaba Marx en El
capital).
Una cosa bastante astuta en medio del
despliegue de un brutal rollback hacia los trabajadores, ¿no?
Una vez consumado el golpe en Chile
–un paradigmático caso de la “diseminación” del neoliberalismo mediante el
shock–, Pinochet impuso a los trabajadores chilenos un represivo Código de
Trabajo que –entre otros– daba prioridad a los acuerdos laborales y salariales
por empresa sobre los tradicionales, por sectores.
Más de 40 años después en Francia,
Hollande –en una maniobra digna de volverse otro paradigma neoliberal– acaba de
hacer lo mismo. Los acuerdos por empresa y la nueva primacía del contrato
particular por encima de la vieja ley general son puntos centrales de la ya
aprobada (Libération, 21/7/16) “reforma” de Loi Travail (la ley El Khomri).
Sus críticos –con razón– hablan de
“la inversión de la jerarquía de normas”.
Hasta ahora eran los trabajadores los
que –gracias a los acuerdos “paritarios” que establecían estándares mínimos en
cada sector productivo– tenían una ligera ventaja en la relación laboral.
La “reforma” del gobierno
“socialista” cambia este balance a favor de los empresarios. Siguiendo la vieja
ideología neoliberal de que “la causa de los problemas en la economía (‘falta
de competitividad’, desempleo) es la ‘sobreprotección’ de los trabajadores, que
‘distorsiona’ el funcionamiento ‘natural’ del mercado”, le da más poder al
capital.
El poder de individualizar las
relaciones laborales y a atomizar a los trabajadores. El poder de realizar su
sueño principal: que no haya nada más frente a él que “entes desnudos”, sujetos
a una competencia voraz y una profunda inseguridad.
Contra sus supuestos fines, la
“reforma” no viene a “combatir al desempleo”. Viene a “asentarse” en él. Es
pieza clave en un modelo de control social que, haciéndose de la existencia de
un vasto “ejército industrial de reserva”, domestica a los trabajadores
mediante su precarización y sustituye la solidaridad gremial por el miedo
individual (al despido arbitrario, a la rebaja salarial, al aumento de horas de
trabajo).
Francia hasta ahora era un caso
atípico en la constelación neoliberal.
Si bien desde los 80 sus tecnócratas
–los “socialistas” (¡sic!) como Delors o Chavranski– eran los principales
“arquitectos” detrás del desmantelamiento del “modelo social” de la UE, las
mismas “reformas” en Francia avanzaban con menos vigor (pero avanzaban).
Aun así, a ojos de algunos –sobre
todo a raíz de la crisis– el país, en comparación con sus vecinos, destacaba
como “un (mal) ejemplo de conservación de privilegios sociales retrógrados” y/o
“un peligroso caso de falta de ‘ajuste a la globalización’ que ya ocasionaba en
un caos” –¡sic!– (The Guardian, 27/5/16).
Las élites europeas y francesas
decidieron que “ya no había de otra”: “reformar” o “reformar” la Loi Travail,
apremiando al dúo Hollande/Valls a “mantenerse firmes hasta el final”.
Así, de manera tardía, pero con
estilo, Francia –y en particular su gobierno “socialista”– llegó a merecer su
propio capítulo en La doctrina del shock (2007), el clásico de N. Klein, junto
con casos como los de Chile o Polonia:
• Por retomar de Sarkozy el “giro
securitario” que desde hace unos años marca la creciente “despotización de la
política” y “autoritarización del neoliberalismo” (S. Kouvelakis dixit) y
plasmarlo en “estado de emergencia” que a lo largo de los meses no sirvió para
prevenir ataques terroristas (Niza, Rouen, etcétera), sino para proteger al
gobierno y sus políticas criminalizando a los oponentes a la ley El Khomri.
• Por un impecable, creativo y
combinado uso de violencia, miedo y “shock” para empujar la “reforma”: desde la
brutal represión policial, uso de la “amenaza terrorista” para desmovilizar
protestas, hasta mandarla a la Asamblea Nacional para su aprobación final...
cuatro días después de la masacre en Niza (¡sic!).
• Por confirmar por enésima vez que
el neoliberalismo no necesita de la democracia y hará todo para saltársela:
allí está el triple (¡super-sic!) uso del artículo 49.3 de la Constitución que
–al no contar con una mayoría necesaria– le permitió al gobierno aprobar la
“reforma” por decreto (¡sic!), sin debate ni voto parlamentario.
¿Y la lucha de clases? Sólo dos
mensajes. Uno para la izquierda: allí está. ¡Articularla! (por si se
olvidaron).
Otro para los neoliberales
disgustados hoy con el auge del FN, pero que ayer la silenciaban, confundiendo
a los trabajadores, precarizándolos, empobreciendo y durmiendo con cuentos
“identitarios”, hasta el grado de que muchos ya solo saben identificarse con el
lenguaje neo-fascista: cosechan lo que sembraron.
FUENTE: Maciek Wisniewski. La Jornada
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